“…Serás el próximo Señor de las
tierras del valle, de los bosques, de las montañas y de las aguas que aquí
nacen y serpentean hasta perderse, serás el Señor desde los salones de nuestra
fortaleza hasta más allá de las extensas arenas por donde el sol renace cada
día y hasta más allá del mar por donde muere cada noche. Serás Señor de los tuyos,
aunque solo Tú lo conozcas, serás su escudo y su espada, aunque solo Tú lo
sepas, y también serás Señor de un gran dolor. Ya es hora que leas y aprendas
de las palabras de la
Verdad Antigua …”
Esas fueron las últimas palabras
que salieron de labios de su padre antes de morir hace apenas unas horas, esas
fueron las últimas palabras que su padre escuchó del que fuera su padre, y así
generación tras generación, hasta el primero de los suyos, y eso son más
generaciones que dedos tiene un hombre juntas ambas manos. Un gran linaje con
un lema que su padre repetía como una oración y rezaba que “El saber antiguo
nos transformará y del verdadero mal nos protegerá”.
Ahora con los enemigos tan
cerca, tanto que los escucha cómo registran las casas de los que en estos años
han sido sus vecinos, desde que hace generaciones tuvieron que esconderse entre
los suyos para escapar de sus enemigos. Tanto cambio de hogar en tan pocos años
le hace difícil recordar el cuartucho donde escondían el Libro, el mismo Libro
que tiene entre sus manos y que parece esconder la manera de vencer a quienes
tanto daño hicieron a su familia y a su pueblo. La cabaña no era muy amplia,
como tampoco lo era el armario que encerraba el cofre que como una coraza
perfecta protegía el tesoro de la familia, lo que su padre llamaba el Libro de la Verdad Antigua.
Recuerda cómo su padre hacía girar la extraña llave que abría el cofre y sacaba
el Libro, en verdad un legajo de papeles, cosidos y recosidos varias veces unos
a otros, para luego recitárselo en voz alta. Y así una y otra vez todos los
días, pero jamás se lo leyó por completo, pues como decía su padre…
- La última página la deberás
leer tú solo, una vez que yo ya no esté y sientas que es el momento oportuno de
hacerlo… ¿Y cómo lo sabrás? No te preocupes mi pequeño… ¡Lo sabrás!
De repente, todas las emociones
y sentimientos contenidos afloraron, las lágrimas se resbalaban por su cara y
apenas le dejaban ver el manuscrito que tenía entre sus manos. Bien sabía ver
que el momento de leer esta última página había llegado, tal vez por que cuando
le encontraran sus enemigos escondido en el desván de la casa, no tendría otro
momento.
Los usurpadores estaban más
cerca, apenas a un par de cabañas, y sabía que su momento final estaba a punto
de llegar, y eso le hizo recordar cómo comenzó todo, tal y como lo cuenta el
“Libro de la Verdad
Antigua ” cuando su antepasado Girón, en el cuarto ciclo de la
luna, se enfrentó en las puertas de su ciudad a la primera horda de los que
luego se convirtieron en los peores enemigos que estas tierras han sufrido.
Los vigías de Girón vieron
acercarse un gran contingente de hombres armados, y pronto le dieron aviso de
ello, pero de poco más pudieron advertirle, pues era un ejército extraño, que
viajaba a pie y que apenas hacían ruido, pese a vestir con grandes armaduras
oscuras y llevar gran cantidad de armas, más oscuras que sus armaduras. Nada se
adivinaba en ellos bajo sus cascos.
Girón ordenó cerrar las puertas
de la ciudad y se dispuso a esperarlos desde el adarve de la muralla, y no
esperó mucho pues el ejército viajaba tan rápido como si lo hiciera en una
montura. Desde lo alto el señor les gritó que nada tenían que hacer en sus
tierras y que, por el bien de todos, mejor harían si continuaban su camino.
Pero Girón no esperaba lo que a continuación sucedió; le sorprendió que quien
comandaba ese oscuro ejército fuese una mujer, y aunque no era como él, y
muchos pudieran decir que tampoco era humana, a él le pareció la mujer más
bella que jamás hubiera visto. Su cabello era oscuro, pero no negro, su piel
era muy pálida y de tan pálida que era, parecía tener un tono malva, sus ojos
eran igual de oscuros que su cabello, pero tampoco se podría decir cuál eran su
color exacto. Su cuerpo se adivinaba fuerte bajo la armadura oscura y portaba
una gran espada como si apenas le molestara. Y entonces habló, y ahí Girón supo
que estaba derrotado.
El Señor creyó que de los mismos
cielos le llegaba esa voz, con la promesa que de su mano ningún daño provocaría
a esta ciudad si le abría sus puertas y permitía avituallarse. Le prometía ser
generosa con quien lo fuese con ella, y Girón pensó mil y una maneras en las
cuales complacerla. Así, como siempre fue y será por tradición, Girón hizo que jurase
de voz y por letra que ningún daño provocaría a su pueblo. Ella, posando su
mano en un pergamino, dejó grabado el contorno de su mano con un ligero color
malva que parecía brillar. Y las puertas de la ciudad se abrieron.
La mujer jamás le mencionó su
nombre, y a Girón no le importó. Pasaron los días, tantos como un ciclo de la
luna, y durante ese tiempo el Señor se olvidó de su pueblo y solo tuvo
atenciones para su invitada. Esta fue generosa con él, tal y como le prometió,
hasta el momento en el cual le confirmó que debía marcharse, tan de repente
como cuando se presentó ante las puertas de la ciudad.
Cuando por fin salió de entre
las sábanas y miró a su alrededor, Girón vio un pueblo destrozado. Parecía que
un ejército lo hubiera arrasado y eso es lo que pensó, y lo que le dijo a la
mujer con la cual había compartido el lecho durante los últimos días y noches. Le
escupió que ella había faltado a su promesa de no hacer ningún daño a su pueblo
si los dejaba entrar y comprar vituallas… ¡Y había mentido!
La guerrera respondió sin
sentirse ofendida, y con palabras apenas susurradas defendió que todo este daño
nada tenía que ver con su ejército. Le habló que los siervos de Girón fueron
codiciosos, y que el oro de sus hombres despertó la envidia del herrero que
deseaba más dinero por vender sus armaduras y acusó al curtidor de hacer
“pellejos” inútiles para un soldado, y el curtidor acusó al herrero de ser un
ladrón y también al panadero de vender tanto y tan caro su pan a los
extranjeros, que no iba a dejar harina para los vecinos para cuando llegara el
invierno, y este acusó al posadero de lucrarse con el alojamiento de éstos, que
apenas les dejaba dinero para comprar sus hogazas … Y así uno tras otro se
acusaron primero, y después se atacaron, sin importarles ni la razón ni la
justicia, por tanto, ella y los suyos, ninguna culpa han tenido salvo pagar con
buen oro los servicios de estas gentes, y que han sido los propios vecinos
quienes se han matado unos a otros.
Y mientras Girón miraba como si
aquello solo fuese un mal sueño y todo se arreglaría al despertar, vio como su
amante y sus tropas se marchaban, dejando una ciudad sumida en el caos y la
miseria, pues la avaricia y la envidia hicieron que quien tenía pan lo vendiera
por buen oro y el que tuvo vino no hizo menos. Así, de pan y vino hubo escasez,
pero por igual de carne, legumbre y fruta… Hubo escasez de todo alimento y de
otros bienes necesarios para la ciudad, no hubo aceites para las lámparas ni remedios
para desinfectar las heridas, pues todo estaba en los petates de quienes con
buen oro pagaron. La suciedad y la muerte atrajeron a las ratas, que campaban a
sus anchas por las callejuelas de la ciudad, alimentándose de cadáveres y
basuras. Y surgió la muerte, una muerte que arrasó con lo poco que quedaba. La enfermedad
se presentaba trayendo el calor del fuego a la carne, palideciendo el color de
la piel y en pocos días, la visión se nublaba hasta que llegaban los vómitos, un
ciclo lunar de agonía finalmente traía la muerte. El cadáver siempre quedaba
con un terrible rictus de dolor en su rostro, la piel pegada al hueso como si
fuera un cuero teñido de malva… Y así fue como llegó la Muerte Malva.
Nada podía hacer Girón por su
pueblo, se maldecía una y mil veces por no contagiarse y terminar como los
suyos. Pero ése no era su destino. Su destino se acercó una noche en la que,
como en tantas otras, tampoco pudo conciliar
el sueño y entretenía las horas aferrado a un ardiente licor. Escuchó apenas un
roce en su balcón y ya tenía su espada en la mano cuando la vio, allí,
tranquila y mirándole. No parecía la mujer que conoció hacía apenas nueve
lunas, parecía enferma como lo estaba su pueblo, y en sus brazos traía un
bulto. La mujer no dijo nada, pero Girón supo qué había en ese bulto y no dudó.
Lo cogió y protegió con su cuerpo, mientras levantaba la espada hacia su
enemiga. Solo fue un movimiento, pero la cabeza de la mujer cayó al suelo antes
que su cuerpo advirtiese que estaba muerto.
El Señor miró a la criatura, que
afortunadamente se asemejaba completamente a él, que ningún rasgo tenía de su
madre, y advirtió que sus pequeñas manos estaban ligeramente pálidas, casi
malvas, aunque uno debía fijarse mucho para advertirlo. Pronto lo presentó como
su hijo, y obvio que nadie dijo nada, pese a que no se le conocía mujer. Y todo
el mundo lo aceptó como si fuera lo que se debía hacer, pues nadie discutía al Señor
y en ello vieron una señal de esperanza, pues desde que la Muerte Malva llegó,
no había nacido nadie en la comarca.
Girón se dedicó en cuerpo y alma
a su hijo, y más cuando por azar se topó con la verdad al visitar a una de sus
nodrizas por no haber acudido a amamantar al bebé. La encontró tendida en un
camastro, había contraído la maldita enfermedad malva y emprendido el camino
hacia la muerte. Asustado quiso alejarse para no exponer a su hijo, pero este
comenzó a llorar, a sudar y sus manos se tornaron de un fuerte color malva en
apenas un latido. El padre estaba aterrorizado, pues veía a su hijo contraer la
enfermedad que nada le hacía a él; de súbito, el bebé sollozó y se arrebujó
hasta dormirse. Y sorprendentemente, la nodriza abrió los ojos como si nada
hubiese pasado y de una pesadilla se despertase.
El Señor supo que cometió un
terrible error al matar a la madre, pues ella le había traído al hijo de ambos
y con él la bendición para poder erradicar la enfermedad de su gente. Su muerte
ya no tenía remedio y solo quedaba proteger a su hijo para que nada le pasara,
para poder salvar así a su pueblo de la Muerte Malva. Debía
proteger a su heredero y para ello dictó un sinfín de ordenanzas, muchas vanas
y otras con escaso fundamento, pero entre todas ellas dispuso que en lo posible
todo el mundo llevase guantes: pues era remedio fiable para derrotar a la Muerte Malva , y la
única manera que pensó para ocultar el don de su hijo. Su pueblo le creyó, pues
el Señor paseaba a diario entre ellos sin temor alguno, llevando siempre a su
hijo en brazos sin temor al contagio, y milagrosamente, la enfermedad remitió
de la ciudad y también de sus campos.
Varias lunas pasaron cuando
vieron de nuevo a sus enemigos, y esta vez no solicitaron poder entrar en la
ciudad. Simplemente se plantaron alrededor de la fortaleza y eso tranquilizó a
Girón, pues no observó que transportaran catapultas, trabuquetes o arietes, no
había torretas de asalto, tampoco sus vigías observaron a sus sitiadores
practicar túneles para evitar las murallas por debajo y no portaban los bultos
que indicarían que tenían vituallas para comenzar un largo asedio. Todo esto
tranquilizó a Girón quién hizo que sus hombres aguardasen expectantes, mientras
como cada noche, se dispuso a acostar a su hijo y narrarle las glorias de su
familia.
Apenas había luna esa noche y
los soldados de la fortaleza se sorprendieron cuando vieron a sus enemigos
trepar las murallas como si fuesen arañas, y su grito de alarma sorprendió al
resto de la ciudad. Las lanzas de los defensores picaban para evitar que los
enemigos alcanzasen el adarve, pero se arriesgaban a ser atravesados por las
flechas de los arqueros enemigos que protegían a los suyos. Cuando Girón llegó
a la muralla, la lucha era encarnizada pero sus hombres lograban evitar que los
asaltantes burlaran la defensa, y con los nuevos refuerzos que llegaban desde
la fortaleza a las murallas el ataque estaba condenado al fracaso. La verdad
fue muy distinta, pues piedra a piedra los invasores iban alcanzando las
posiciones más altas y, finalmente, Girón tuvo que ordenar a sus hombres replegarse
hacia el interior de la ciudad para luchar como un ejército en llano, pues ahí
pensaba que podía dar la vuelta a la situación.
La enorme plaza de la ciudad fue
el lugar escogido donde el Señor ocupó el mejor lugar para reorganizar a sus
hombres y combatir a sus enemigos, pues era una posición un poco más alta y el
sol lo tendrían a la espalda hasta más allá del mediodía. Los enemigos llegaron
a la amplia plaza y se dispusieron en un extraño orden, que a Girón le pareció
un enorme error táctico debido al caos y la separación entre los guerreros de
sus líneas.
Girón observó a sus enemigos empuñar
sus pequeños venablos y prepararse para arrojarlos, pero sabía que la distancia
era excesiva hasta para el mejor de sus hombres, y se mostró tranquilo. Los venablos
se elevaron altos y contrariamente a lo esperado, con un silbido mortal se
dejaron caer sobre el ejército de Girón, que sorprendido fue diezmado por las lanzas
de sus enemigos. Para evitar ser acribillados sin dar respuesta, no tuvo otro
remedio que ordenar a sus hombres contra los invasores: con los escudos altos y
las lanzas asomando por delante, que eran la representación del odio de sus
portadores, arrollaron la primera línea de sus enemigos y después la segunda,
empapando la tierra de sangre. El chocar de los metales, el quebrar de los
escudos y los gritos, ya fueran de ira o de dolor, desgarraron el aire
ensordeciendo y estremeciendo a quienes allí peleaban por su vida.
La lucha era encarnizada a cada
paso, los hombres de la ciudad avanzaban palmo a palmo, quebrando y
adentrándose entre las líneas de sus enemigos,
y aún así, el Señor de la fortaleza sabía que estaba derrotado. Lo sabía no por
analizar la lucha que acaecía en la plaza de su ciudad u observar el avance
disciplinado de sus tropas. No fue nada de eso. Simplemente, de lo más hondo de
su alma brotó la convicción de la inevitable derrota de los suyos, y la
aniquilación de todo lo que le era querido.
Girón embrazó su escudo, alentó
a sus hombres para que cargaran con renovados bríos, volteó la espada por
encima de su cabeza, gritando estruendosamente: ¡A la carga! Aunque su corazón
le susurraba ¡A la muerte!
Y sus hombres, envalentonados por su Señor… ¡Se
lanzaron a la muerte!
Los que observaban desde lo alto
de la fortaleza vieron a sus compañeros luchando con desesperación, penetrando
entre sus enemigos como lo hiciese un cuchillo caliente cuando corta el queso,
avanzando y alargando sus líneas, avanzando y estrechando sus columnas…
¡Matando sin descanso! El día avanzaba y el cansancio hacía mella en los
desesperados brazos de los soldados de Girón, que apenas conservaban ya sus
fuerzas y no golpeaban salvo que fuera necesario, limitándose a repeler a sus
enemigos. Y todos se dieron cuenta. Habían luchado con valor, quitando la vida
a muchos enemigos y avanzado entre ellos, pero al igual que el cuchillo
caliente corta el queso, una vez se enfría queda atrapado, eso fue lo que sucedió.
La trampa se cerró y la horda de armaduras oscuras rehizo su formación,
recuperando el terreno perdido, cortando, troceando y mutilando con sus
afiladas espadas a los hombres de la fortaleza. Antes de llegar el ocaso, solo
los invasores permanecían en pie: todos los defensores de la ciudad habían sido
masacrados en las murallas o en la plaza.
¿Todos? Todos no. El Señor se
deslizó entre los suyos cuando sintió la batalla perdida, se arrastró y ocultó
hasta llegar a la puerta de entrada de la su fortaleza, allí los guardias de la
barbacana le vieron tropezar, levantarse y atravesar el patio de armas hasta
llegar a la torre del homenaje. Con las últimas fuerzas que le quedaban trepó
los escalones hasta llegar al dormitorio de su hijo, donde este dormitaba en el
regazo de su nodriza. Se lo quitó de los brazos y la mandó fuera de las
estancias, pues deseaba estar solo cuando deslizase los estantes que ocultaban
un pasadizo. El final de su recorrido les conduciría más allá de unas colinas
próximas a la fortaleza, muy cerca de los rompientes en que las oscuras aguas
se batían contra la costa.
Hasta allí llegó el Señor con su
hijo en brazos, ambos empapados y helados por el agua del mar, pero Girón lo
tenía previsto y del hatillo que había preparado sacó ropas secas y de aspecto
humilde, que harían que nadie se fijase en ellos mientras huían de la zona.
Los años iban pasando con más
penas que glorias, y los invasores a los que despectivamente llamaban la horda
malva, se apoderaron de la fortaleza y de la ciudad, sumieron a todos los que
sobrevivieron en una esclavitud sin cadenas, pero no por ello menos opresiva, y
desvelaron cual fue desde el principio su verdadero propósito. Entre su raza,
las mujeres eran un bien muy escaso y por ello gozaban de una posición de gran
privilegio, pero de la unión entre ellos, cuando raramente había suerte,
siempre engendraban mujeres. Por este motivo invadían y conquistaban pueblos,
con el único propósito de utilizar a sus hembras para concebir a sus nuevos
vástagos, que como parásitos solo usaban a la mujer como medio necesario para
nacer, pues no heredaban ningún rasgo de la raza que los hospedaba.
Girón decidió internarse en las
zonas deshabitadas, buscando el sustento de la caza y de lo que pudiera
forrajear en las tierras más abruptas, escondiéndose tanto de los usurpadores
como de su propia gente. La única manera de luchar contra sus enemigos era
plasmando todo lo que averiguaba de ellos en papel, sumando conocimientos y
secretos que los hicieran más débiles, pues sabía que su único legado iba a ser
eso, que sus títulos y tierras ya solo eran un recuerdo. Buscó relacionarse con
los nuevos siervos de la fortaleza, pues eran los que mejor podían escuchar las
conversaciones entre los propios invasores y de los rumores, dedujo que su hijo
era un desafío a la naturaleza de estos, pues sus mujeres no podían concebir de
la unión con otras razas, y mucho menos alumbrar a un varón. Todo lo sucedido
era una gran burla a lo que debía ser o siempre había sido… Y por desgracia, él
y los suyos habían sido las víctimas de esta broma de la fortuna.
El tiempo pasó y el pequeño se
convirtió en un muchacho, con un arraigado odio por los invasores que crecía
cada día y que Girón le enseñaba a controlar, a la par que en secreto le
adiestraba en el uso de las armas, de la historia de su familia, de los usos y
costumbres de la nobleza, pues si algún día recuperaba lo que por derecho era
suyo, debía saber como gobernar a su pueblo. Todo esto lo hacía el viejo Señor
mientras escribía con pulso vacilante la Verdad Antigua, y cosía con poca
destreza un nuevo blasón para su familia, abandonando las colores rojos y dorados,
las cintas, las coronas, los escudos y las espadas, por un blasón malva con un
libro en su centro, y con unas palabras que debían desvelar el sino de su familia:
“El saber antiguo nos transformará y del verdadero mal nos protegerá”.
Los años se sucedieron, y la
gente se olvidó del aspecto de su Señor, así comenzó a involucrarse más en el
día a día de los suyos, a veces viviendo como cazadores, otras de pastores por
un jornal, otras era empleado como escriba para quien lo precisase y las más,
dedicándose a cualquier oficio que le pudiera dar sustento. De tanto en cuanto,
Girón y su hijo emboscaban a alguno de sus enemigos y lo hacían desaparecer, no
por mejorar la situación de los suyos sino por la satisfacción que
proporcionaba esa pequeña venganza. En ese tiempo, el destino se retorció un
poco más, y aunque nadie recordaba las miserias de la Muerte Malva, o no
deseaba recordarlas, esta regresó. Lo hizo con más virulencia, con más rabia
que en el pasado, pero esta vez solo hizo mella en los conquistadores, que
enfermaban de manera dolorosa y rápida, de manera que en apenas dos noches la
Muerte Malva se los había llevado.
Por fin, los invasores
conocieron lo que era el miedo y se encerraron en la fortaleza, saliendo de
allí tan solo para satisfacer las necesidades más básicas, como avituallarse y
buscar hembras con las cuales seguir creando más de los suyos. Así,
aprovechando esta debilidad, el pueblo se fue alejando de la fortaleza y
escondiéndose en los bosques y tierras vecinas, albergando la esperanza de
alejarse de la maldita Muerte Malva y de quienes eran peor que esta. El paso
del tiempo hizo que la antigua ciudad y la gran fortaleza se sumieran en las
ruinas y las sombras, pues ya nadie reparaba las goteras de los tejados,
remozaba los viejos muros o cuidaba de mantener los pozos salubres.
Bien pudieran haber muerto por
su propia desidia o falta de iniciativa, pero la suerte se volvía otra vez de
su lado cuando un nuevo grupo llegó a la zona. Eran apenas un puñado, pero con
ellos viajaba una mujer de cabello muy corto y oscuro, de ojos casi negros y
con la piel más pálida que la madre de su hijo, pero aun así, a Girón le
recordó terriblemente a esta, pero bien sabía que no podía ser. Como si fuese
la reina de una colmena, reorganizó a los usurpadores, les dio nuevos bríos y
una nueva motivación surgió entre ellos, pues solo los mejores podrían
aparearse con ella.
Los invasores cambiaron su
estrategia y ahora salían en pequeñas partidas para rastrear los bosques,
encontrar y saquear los poblados cercanos, robándoles las provisiones y
esclavizando a sus habitantes, pues necesitaban de ellos para que hicieran los
trabajos que los usurpadores no querían o no sabían hacer en la fortaleza.
Además, su señora sabía que debía conseguir más hembras a las que “infectar”
con la semilla de los suyos, pues era labor que no podían dejar de hacer si no
deseaban consumirse y desaparecer.
Llegó el tiempo en que la salud
de Girón se quebró. Cuando apenas le
quedaban fuerzas para despedirse de esta vida, le hizo jurar a su hijo que no
cejaría en luchar para liberar a su pueblo de los invasores y continuaría
escribiendo el Libro de la Verdad Antigua, para que nadie de su estirpe
olvidara la traición que sufrieron y aprendieran los modos de acabar con los
usurpadores de todo lo que les pertenecía por derecho. Y así lo hizo, y su hijo
y el hijo de este, y así hasta nuestros días, donde nadie parece recordar lo
que sucedió hace ya demasiadas generaciones.
Ahora solo quedaba él.
Él era el último de los
herederos, y ya no tenía más tiempo, los recuerdos del pasado le estaban
robando el tiempo de su futuro. Ya escuchaba como golpeaban la puerta de su
casa, los cerrojos no les iban a retrasar demasiado tiempo. Tal vez se
demorasen el tiempo que necesitaba para desvelar esta última página.
Sabía o al menos esperaba, que
en esa última página todo tuviera un fin y un propósito, y como decía su padre,
la Verdad Antigua le daría la mano para desvelarlo. Una última página. Una
última línea. Todo tendría un propósito.
Todo.
Nada.
La sorpresa se marcó en su
rostro, pues la página solo mostraba una brillante mancha malva en forma de
mano. Ningún renglón escrito. Nada. Repasó la página con la palma de su mano,
escrutando cada rasgo del papel, como si de ello debiera desprenderse algún
conocimiento oculto, sin comprender en que forma pudiera transmitirse la última
gran verdad que su padre le profetizó. Nada.
Cerró el Libro con la
desesperación que provoca el miedo, pues ya escuchaba los pasos de sus enemigos
subiendo por las escaleras. Escuchaba como registraban cada cuarto de la casa…
El tiempo se había acabado. La puerta del desván se quebró en
mil astillas y los invasores cruzaron el umbral. Se levantó con el orgullo que
les quedaba a los de su linaje, y con la determinación de quien sabe que no hay
más tiempo que el instante que transcurre entre un latido y el siguiente.
Un latido.
De su alma emergió la ira, ya no quedaba sitio para el miedo,
ni la pena, ni la autocompasión… Solo brotó la ira, pura y poderosa, con una
fuerza jamás imaginada por él, y tras esa primera oleada de furor, otra llegó más
intensa, y la siguiente más aun…
Su mano palpitó con el siguiente latido.
Como en el mar, las olas dejaron paso a la calma, una calma
traicionera que parecía ralentizar cada latido. Primero sus dedos y luego toda
la mano, comenzó a temblar.
Un latido más que parecía engañar al tiempo.
Los soldados avanzaban con la satisfacción en el rostro y sus
armas prestas a dar muerte. Solo duró un instante. El tiempo que les llevó
darse cuenta que estaban muertos.
El siguiente latido apenas lo sintió, pues era un latido que
traía la muerte.
Los dedos le brillaban con un intenso color malva… El intenso
color de la Muerte Malva que arrodilló a sus enemigos, con los sentidos
nublados y los vómitos incontenibles que les llevaban a la inconsciencia… La
piel de sus enemigos se tornaba malva mientras se amoldaba a cada hueso de su
rostro y la vida les abandonaba.
Y el último latido le hizo comprender.
Encontró la verdad en las palabras que su padre repetía, que
la Verdad Antigua le daría la mano… ¡La mano de la Muerte Malva!
Aunque debiera haberlo dicho al principio, he considerado que era mejor que quien llegase hasta aquí, antes leyese este pequeño relato.
Corría el año 2012 y por iniciativa de Ludotecnia, y en concreto por parte del señor Tellaetxe, unió a escritores como Ricard Ibañez con noveles como yo mismo, para escribir unos relatos que formarían parte de un libro llamado "El viento que susurra en la colina".
La intención era que las ventas de estos libros irían destinadas a la gente de "La marca del Este", que habían sufrido unas inundaciones que comprometían su labor de creación y publicación de juegos.
Bueno... pues por alguna razón el libro no se publicó... jamás pregunté el motivo y tampoco hacía falta hacerlo... y tras un tiempo, he creído que al menos para mi, merecía la pena colgar el relato.
Esperamos que os guste.
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